“El presente es fugaz, viene de lo que fue y deja de ser hacia lo que vamos” Por Máximo Mena
La primera vez que escuché
hablar a Roberto Pucci fue en un Festival de poesía. Habló con lúcida sencillez
sobre la escritura, sobre la poesía y la historia. Mientras hablaba, sostenía
entre las manos un par de notas con líneas que no podían ni imaginar las frases
que con lentitud iba tallando en el aire de esa noche en el MUNT. En esta
charla faltó el café pero lo mismo el tiempo detuvo su presencia fugaz.
Profesor Pucci me gustaría empezar con una pregunta,
con una idea: usted se dedica a la historia, pero he notado que dedica mucha
atención y pone un gran énfasis a la tarea de la escritura de los textos. Usted
también es un especialista en literatura
Siempre me gustó la literatura, como consumidor más
que como productor, sin duda. Pero la historia es, al fin y al cabo, un género
de la literatura, en el sentido de que, en primer lugar, la historia se
transmite como un texto escrito. También tiene otros recursos desde hace
tiempo, es decir, el documental, el cine, los medios, la televisión, la radio.
Pero el recurso fundamental sigue siendo el texto escrito. La historia vive como
un discurso que asume la forma del libro, del artículo, de la comunicación
científica, u otras. El sustento sigue siendo la palabra impresa, luego puede
adquirir otras formas. De hecho, los grandes historiadores siempre han tenido
una conciencia clara de que, para hacer historia, el historiador es al mismo
tiempo un escritor porque tiene que tener un poder de comunicación y de
transmisión de los matices, sutilezas, complejidades de la vida social y
pretérita. Y también tiene que tener un poder de persuasión fundado, por
supuesto, en razonamientos coherentes y en la información adecuada. Lo que en
historia llamamos erudición, que es el dominio, lo más completo posible, de las
fuentes de información de la problemática que el historiador se propone
estudiar, explicar, y por lo tanto, transmitir. Es así, yo le presto mucha
atención a la escritura. Dicto en la Facultad la materia Metodología de la
Investigación en Historia que se encuentra al final del cursado de la carrera,
aunque no estoy muy seguro de que ése sea el lugar apropiado. Me pregunto, y
dudo, si sólo al final de la carrera es factible entablar una relación
productiva en vez de pasiva con la historia, en el sentido de no limitarse a
consumirla sino a meterse en la cocina de la historia y saber cómo se puede, de
alguna manera, producirla. A eso le llamo una relación productiva. Siempre
subrayo la importancia que tienen que prestarle a la escritura los que estudian
historia, para enseñarla o para investigarla, o para las dos cosas. Porque lo
mejor de todo es cuando se combina la investigación con la enseñanza de la
historia. Y tarde o temprano hay que ponerse a escribir, los estudiantes o los
futuros profesionales de la historia descubren demasiado tarde que tienen que
sentarse a escribir. Por lo tanto, historia y escritura van íntimamente
asociadas.
Entonces usted llegó a la historia a partir de su
interés por la escritura o las maneras de decir
Así es.
¿Cómo era el Roberto Pucci que empezó en primer año
en la carrera de historia? ¿Por qué estudió historia?
Hice
el secundario en los últimos años de los sesenta y me gradué en 1970. Esa
década, en la Argentina y a nivel occidental,
albergó a una generación que encarnaba una cierta rebeldía. Las corrientes de
pensamiento de izquierda circulaban por todas partes, en las universidades
también. Había como un redescubrimiento de ciertas perspectivas socialistas no
soviéticas ni moscovitas, sino en revisión. Pero además, la historia ocupaba un
lugar muy importante dentro de ese arco intelectual del pensamiento de
Occidente. Quizás más importante que el lugar que ocupa ahora. Hubo grandes
corrientes de historiadores, Hobsbawm por ejemplo, que todavía vive, quien ya
era un referente de toda la corriente de historiadores británicos en torno a la
revista “Pasado y presente”. De Francia se destaca la escuela de los “Annales”,
Braudel, Lucien Febvre, Marc Bloch, y todos los que siguieron. En la Argentina
misma, desde muy temprano en la década del ´60, la discusión en torno a qué era
el país, cómo comprenderlo y qué salidas y qué proyectos de cambio había que
formular para la república, estaba muy centrada en los debates
historiográficos. Se puso muy de moda lo
que entonces se llamaba “revisionismo”, pero un revisionismo muy complejo y
heterogéneo con infinitas corrientes: revisionismos de izquierda, de derecha y
de centro.
Dice Halperín Donghi: “El revisionismo histórico
como visión decadentista de la historia”
En
ese caso, Halperín aludía especialmente al revisionismo rosista, es decir, el
revisionismo nacionalista y católico de derecha, que concibe, hasta el día de
hoy, que la historia argentina entró en decadencia el mismo día que cayó Rosas
y se votó la constitución de 1853. Parece curioso e incomprensible esto, pero
ellos creen que es así, que ahí empieza la decadencia argentina. De modo que en
este período había muchos escritores de historia dentro y fuera de la academia:
Rodolfo Puiggrós, Jorge Abelardo Ramos, José Hernández Arregui, y muchos otros.
Todos ellos eran muy leídos, verdaderos best-sellers de la época, y al mismo
tiempo, muy buenos escritores. Por ejemplo, Jorge Abelardo Ramos, a quien
conocí personalmente y a cuya corriente de algún modo me adscribí en esa
temprana juventud, y a quien seguí durante un tiempo, era un excelente
escritor, orador, conversador, de esos con los que podías sentarte en un café a
escucharlo toda la noche. Siempre percibí esto, me gusta la historia bien
escrita, no es imprescindible que sea siempre así, porque hay investigadores
serios, profundos, que dedican mucha paciencia al trabajo de investigación
histórica, que la requiere porque hay meterse años detrás de un tema, y que
finalmente escriben de un modo un poco pesado. Pero eso no quiere decir que
invalide la calidad, el valor, el contenido real de ese discurso que emite. Bueno,
si es pesado el texto, es una especie de obstáculo o de barrera en el diálogo
que tiene que proponer un texto de
historia.
Me parece que su escritura es coherente con lo que
usted está diciendo ahora. Usted está planteando una reflexión sobre la historia
que se condice con su escritura que es muy llevadera y muy compleja, en el
sentido de que no hay nada dicho como al pasar, no hay frases innecesarias.
Bueno,
ojalá que tengas razón. Es lo que me propongo al escribir historia. Pero lo
curioso es que, y vos mismo tendrás la experiencia, el que escribe nunca está
seguro de qué es lo que obtiene como resultado. Solamente luego, en el
ejercicio del ida y vuelta, en el contacto con el lector, puede percibir que
tuvo algún éxito con lo que intentó
decir. Pero en la soledad de la escritura uno nunca sabe si lo ha logrado.
Usted pone mucho énfasis en el diálogo. ¿Lo
considera fundamental en la escritura, en las lecturas, en ese intento de
conversar cara a cara con los textos?
Si, no sólo en el trabajo con el
archivo sino también en lo que podríamos llamar el gabinete de trabajo. La
historia es una disciplina cuyo saber, cuya propuesta de conocimiento, se
construye a partir de lo que son las fuentes primarias que están en los
archivos, a veces, o sino en archivos muy diversos. Es falsa la idea de que
están en los archivos llamados históricos, menos en nuestro país, porque los
archivos históricos son incompletos, nunca pudieron terminar de erigirse y
sostenerse como en otros países. Aquí se acumuló papeles un tiempo y después se
dejó de acumular, hay partes cerradas, documentos maltratados o inaccesibles.
Hay que buscar en cualquier archivo, a los que la palabra archivo les resulta
grande porque hay un sinnúmero de
oficinas donde todo está muy disperso y adonde es muy difícil acceder.
Pero la historia también es un
diálogo en el sentido de la lectura de otros historiadores, es una cuestión de
interpretación del pasado. La historia se construye como una querella
permanente de interpretaciones que a veces son completamente antagónicas, otras
veces se solapan, se complementan, se
matizan, que añaden una mirada un poco nueva sin sustituir a las otras. Y
bueno, todo esto ya es un diálogo y yo siempre digo que la historia se tiene
que escribir en ese diálogo con las otras interpretaciones. No se puede emitir
un discurso oracular, en el que el
historiador aparece diciendo “esto es así”, sin suministrarle al lector los antecedentes, donde el
historiador matice ese “yo digo que es así” con la aclaración de que “también
se dijeron sobre este asunto las siguientes cosas". Con lo cual le permito
a ese lector que tenga los medios para, en primer lugar, poner en duda mi
propio discurso; y en segundo lugar, si tiene ganas, fuerzas y paciencia, se
dedique por sí mismo a buscar otras interpretaciones. Y la querella o la
controversia no es parte de un afán polémico porque sí, sino que es
iluminadora: permite entender mejor porqué se propone una interpretación y no
otra, en la medida en que da cuenta de lo que yo considero lagunas o falencias
de otras lecturas, y en la medida en que justifica porqué yo propongo ésta que
viene a sustituirlas. Y ahí es donde brota el diálogo del que vos me
preguntabas. Esto es efectivamente lo que hace que un texto sea un diálogo.
¿De qué manera se entrecruzan las palabras de la
ficción con las palabras de la historia? ¿De qué manera dialoga la historia con
la ficción? ¿En qué punto la ficción forma parte de la historia o se aparta de
la historia?
Por ejemplo, en Aristóteles se encuentra la opinión
de que la poesía es más verdadera y más profunda que la historia. Y muchos
escritores, entre ellos Stendhal, a quien le gustaba la historia y se
interesaba por estudiarla, construía su novelística a partir de una gran
cantidad de información histórica. Las novelas de Stendhal eran históricas
porque quería recrear el clima de la Francia post-revolucionaria de la primera
mitad del siglo XIX. Pero también fue quien mandó a la historia a los bordes de
la tarea intelectual, al sostener que sólo por medio de la novela era posible
llegar al fondo de los problemas. Aunque creo que tiene razón en algunos
planos. Muchas veces los escritores, sobre todo cuando hablamos de los mejores,
tienen una gran sensibilidad, una inteligencia, una capacidad imaginativa muy
grande que les permite comprender mejor ciertos hechos, es decir, calar más
hondo en los intersticios de la sociedad en la que se vive. Al contrario, el
historiador es un poco más limitado, no necesariamente es un gran escritor ni
quizás un gran intelectual, sino que es un trabajador paciente que se ata mucho
a los documentos, y entonces su vuelo imaginativo es casi rasante en
comparación con los grandes novelistas. A estos novelistas, los historiadores
los deben estudiar también al hacer historia. La creación novelística, poética,
literaria, es una fuente primordial para la historia porque es en sí misma una
información sobre un período o momento histórico. Y constituye una información
de primer nivel porque, desde este punto de vista, la historia hace de la literatura
lo que el creador literario no está necesariamente interesado en hacer: el
historiador puede disfrutarla como experiencia estética y al mismo tiempo
emplearla como una información de primera mano, que no es verdad en el sentido
clásico de la palabra, pero es verdad porque es la mirada de un testigo muy
profundo y muy sensible.
La literatura permite reconstruir un clima, habla de
una cierta presión atmosférica, de algo que se respira en ese momento...
Exactamente.
Habla de los gustos, de las inclinaciones, de las pasiones, de los modos de
percibir el mundo que tiene una generación determinada. Todo esto está en los
personajes de esa novela que son una recreación, por supuesto ficcional, pero
que al fin y al cabo están alimentados de una realidad histórica. El novelista
no crea de la nada, ex-nihilo, siempre está informándose del mundo y muchas
veces mejor que un historiador. Entonces la relación entre ficción e historia
es una relación muy compleja, de intercambios, préstamos y en algunas ocasiones,
de ciertas oposiciones. Porque el escritor de ficción no tiene las pesadas
obligaciones del historiador, puede
consultar textos históricos pero al escribir puede prescindir de todo. Al
contrario, la historia obliga a indicar de dónde y cómo se saca la información,
porque como género tiene ese mandato de origen, que es el intento o la
propuesta de discurso verdadero, del discurso que más se aproxima a describir
algo de un modo documentado. ¿Y qué fundamento tenemos para eso? Que lo que
digo lo dijo tal persona o está registrado en tal lugar, con todos los defectos
y las posibilidades de error que eso contiene. Sin embargo, es lo mejor que
tenemos y con esto aludo a la presencia del aparato erudito en el discurso de
la historia.
Usted empleó en la charla una palabra que me parece
muy interesante, la palabra “protagonista”. ¿Qué significó vivir como
protagonista la Universidad de la década del ´70, la Universidad del “Operativo
Independencia”, y la Universidad después del “Proceso de Reorganización
Nacional”?
Una época trágica de la
historia argentina. Una generación entera que alimentó grandes ilusiones y
sufrió tremendos desencantos después. Había un gran mito, hoy lo considero un
mito, el mito de la “Revolución”. La “Revolución” como un cambio súbito y fundante,
que transforma todo casi con una varita mágica; se pensaba que con un cambio en
el poder del Estado se podía construir un mundo que permitiría resolver de
inmediato las desgracias, injusticias y miserias que la humanidad vive
padeciendo. Hoy no creo que exista tal acto fundante, porque la experiencia histórica
ha demostrado que no son posibles. . Después de esto, la sociedad argentina
quedó dividida en profundos antagonismos, y la violencia pasó a ocupar un lugar
central tanto de un lado como del otro. Cuando me preguntas por el “Operativo
Independencia”, que es una especie de prólogo al golpe de estado del 24 de
marzo de 1976, el país se desliza hacia el terrorismo de estado, hacia la
conversión del Estado en un aparato criminal, sin principios, cruel, perverso,
no solamente en manos de los militares sino también en manos de todos los
civiles que los acompañaron. Fueron años de plomo, un túnel oscuro en el que
ingresamos todos los argentinos, los que se tuvieron que ir, los que murieron,
los que se quedaron. En el transcurso de menos de una década desapareció gran
parte de aquella Argentina, no sólo las víctimas de la represión ilegal, sino
también ese alto grado de movilidad
social, de protagonismo, de movimientos
estudiantiles, de sindicalismo rebelde, de esa intelectualidad en
efervescencia. Todo aquello fue
sustituido por el silencio y por la muerte. A mí en la facultad me tocó formar
parte del período de euforia, entré en el ´71, pudimos rearmar el Centro de
Estudiantes que estaba prohibido desde la dictadura de Onganía. Estuve entre
los que armamos el CUEFyL que antes se llamaba CEFyL, pudimos poner un bar que
había sido cerrado por la dictadura, pudimos hacer una biblioteca del Centro de
Estudiantes. Pero ya con el “Operativo Independencia”, en el año 1975, la
Facultad de Filosofía y Letras quedó convertida en un recinto policial donde no
se podía entrar. Me echaron en abril de 1976 porque era Ayudante Estudiantil y
ese era un cargo docente, expulsado mediante la llamada “ley de Seguridad Nacional” dictada por los
militares, como a muchos otros docentes. A algunos les tocó un destino trágico
y tremendo, porque como sabemos hay una gran cantidad de secuestrados
desaparecidos en nuestra Facultad. A la Universidad de los años del “Proceso”
yo no la viví, no podía ni pisar la Facultad, pero tenía perfecta conocimiento de qué es lo que ocurría. Todo el mundo
atenazado, amordazado, y también los que entraban acomodados a la nueva
situación, llenando los espacios vacíos que habían dejado los estudiantes, los
profesores. Fueron años de pérdida completa, de retroceso nacional. La vuelta
de la democracia en 1983 en la Argentina puso en movimiento de nuevo la vida académica,
universitaria y de producción científica, que había quedado completamente
estancada. Después del ´83, la nueva generación de jóvenes investigadores se
beneficiaron con la importancia que se le da al Conicet, que durante los
tiempos de la dictadura se había transformado en una especie de club de los
amigos del régimen. Si uno mira para atrás, no me cabe duda de que hoy se puede
ver mucha más discusión social, en el sentido de voces plurales que están
hablando y examinando al país.
En su libro Historia de la
destrucción de una provincia. Tucumán 1966, emplea la palabra “licuar”, y
esta palabra me parece clave para entender lo que sucedió en Tucumán desde
1966. En 1966 se inicia un proceso de licuefacción de la sociedad tucumana
Con ese término intentaba resumir, o describir de un
modo altamente concentrado una situación que hasta el día de hoy no puedo
transmitir de otro modo. Una gran cantidad de organismos y de mediaciones
sociales que existían entre la sociedad civil y el Estado, que no aluden
solamente a los partidos políticos, sino también a los sindicatos; a los
centros vecinales que tenían mucho protagonismo; a las organizaciones
cooperativas de los cañeros; a los consejos de delegados que existían dentro de
los sindicatos y de las fábricas; gran parte de todo eso desaparece. El tejido social quedó, por lo
tanto, desgarrado, disperso, impotente. Además, en Tucumán el cierre de los ingenios, y todo lo que ocurrió
a partir del año 1966, tuvo un efecto tan grande como para provocar
prácticamente el vaciamiento de la provincia, obligando a un tercio de los
tucumanos a dejar el territorio. Aquél éxodo masivo tuvo serias consecuencias, que no dejan de medirse hasta nuestros
días, 46 años después de ocurrido. Se fue toda una generación. Y como ocurre
siempre que hay expulsión de población, los primeros que se fueron los más activos, los jóvenes, buscando nuevos horizontes. Y se quedan los
viejos, los que ya no tienen fuerzas y no pueden rehacerse a sí mismos en otro
lado. La sociedad pierde a lo mejor de sí misma, aquello de donde puede
provenir la dinámica, el cambio, los nuevos proyectos. Y si a eso le añadimos
que luego de la emigración económica de toda esa gente que quedó sin
trabajo, hubo una segunda limpieza, que tuvo
que ver con los tremendos
acontecimientos políticos y la persecución de los dirigentes disidentes y opositores,
que emigraron, o se convirtieron en parias sociales o fueron eliminados, se puede llegar a comprender que la sociedad
tucumana perdió a sus representantes más activos. Desde el gremio docente con
Arancibia, hasta la Fotia con Atilio Santillán y también el mundo empresario
con Chebaia. La actitud de Chebaia fue encomiable, valiente, llegó a
enfrentarse con el régimen militar y luego fue secuestrado el 24 de marzo de
1976.
Hay una foto muy conocida que fue tomada durante el
“Quintazo” de 1972, donde se puede ver una barricada levantada por los
estudiantes en la esquina de San Juan y 25 de mayo. Hoy, en esa esquina, hay
una casa de comida rápida. Esto como una invitación a pensar la memoria de los
tucumanos, esa memoria que se desarma. Citando otro ejemplo está el predio de
lo que fue la casa de Alberdi y donde hoy existe una pizzería. ¿Una memoria que
se olvida a sí misma?
A
veces pienso que los tucumanos se quieren poco a sí mismos. Tampoco soy
partidario de aquellos que viven arrogantes y orgullosos de todo lo que son, lo
cual impide una mirada crítica. Pero me parece que nosotros nos excedemos en el
sentido contrario, hay una cierta desidia en la recuperación del pasado, en el
rescate de ciertas tradiciones o valores del pasado. Vos mencionabas a Alberdi:
los tucumanos no saben la importancia que tuvo y sigue teniendo Alberdi.
Exagero al generalizar porque hay muchos que si lo saben. Sin embargo, en la
historia argentina y en el desarrollo global de los estudios historiográficos
nacionales y tucumanos, Alberdi es una especie de negligencia, un desconocido.
Aparece a través frases aisladas como “Gobernar es
poblar”...
Tres
o cuatro frases de las que menos importancia tuvieron en su pensamiento. Con respecto a lo que nombras
de las barricadas, puedo contarte una experiencia biográfica, porque las viví y
estuve allí. La juventud ya desde el secundario estaba habitando esas formas de
protesta. Barricadas en San Juan y 25, en Maipú y Córdoba, en Mendoza y Muñecas
y en los infinitos actos relámpagos. Porque cuando aparecían las barricadas era
porque el nivel general de ocupación de las calles por la gente de los
sindicatos, por los estudiantes y por la gente común que se sumaba al clima de
protesta era tal, que se podía conservar el dominio de ese territorio por un
día o una tarde. Pero, por ejemplo, los actos relámpagos eran la manera de
escapar de los federales, de la policía provincial y de los gendarmes, con una
reunión sorpresiva que arrancaba cuando se golpeaban las manos. Se juntaban
cuarenta o cincuenta personas, se quemaba algo y se escapaba a los diez minutos
antes de que llegaran los carros de asalto, en fin, toda la caballería. Pero no
todo se pierde, vos me preguntabas qué lugares emblemáticos de la ciudad
reconocía, y yo creo que Tucumán es una ciudad muy habitada, muy sembrada de
cafés y donde el hábito del café es muy importante. Aún hoy esto le sigue
llamando la atención al forastero que viene a la provincia. Y bueno, el café,
que es ese lugar, yo diría anti-académico, de la conversación infinita entre el
aspirante a pintor y el pintor, entre el escritor, el artista, el estudiante,
el joven que aún “busca su destino”. Donde todos conversaban hasta altísimas
horas de la noche en torno a un pocillo de café, o a veces una cerveza u otra
bebida. En general, el café, sosteniéndose todo con un café. En “El Buen Gusto”
o en “La Cosechera” en la San Martín y Ayacucho, que era “el lugar” de
encuentro. Aunque ya no están esos cafés, lo cual es una pérdida, los cafés no
han desaparecido y, por el contrario, se reciclan continuamente, y hasta han
adquirido nuevos valores, pues el viejo café
es hoy el café-concert, o café-exposición, o café-teatro-cine. Lugares donde
las generaciones jóvenes acuden y donde además del café se suma el hacer
cultura a través de exposiciones, debates. Esto no se encuentra en otros
lugares con el nivel de profusión y de dinamismo que existe aquí.
En la novela del periodista y escritor, Ernesto Wilde, titulada El día que mataron a Bussi (la novela se
construye a partir del asesinato de Bussi durante el izamiento de la bandera en
la casa de gobierno durante los ´90) un taxista le dice al protagonista que al
día siguiente de la muerte de Bussi todos lo han olvidado: “Bussi ya no le
interesa a nadie”. ¿Qué significa Bussi hoy en Tucumán?
La relación de la sociedad
tucumana con ese individuo es una relación incómoda. Sin duda se ganó la
adhesión de una parte importante de la sociedad tucumana, que lo llevó al
gobierno en un período democrático por vía de elecciones. De modo que todo esto
habla del país complicado y
contradictorio somos. Y digo país porque en otros lugares también se ha llevado
al gobierno a represores de ese orden. También habría que decir que cuando
Videla llegó al gobierno por medio del golpe de estado, contaba con el consenso
de la mitad de la sociedad argentina, aunque por supuesto nadie lo estuviera
votando. De modo que todo esto tiene que ver con cuestiones de fondo, es decir
con la cultura política de los argentinos. Una cultura que no se ha llevado
necesariamente bien en todos los tiempos con la idea democrática. Al revés, por
algo la historia del siglo XX es una historia de golpes y contragolpes y
tragedias de ese orden. No hemos sabido sostener y construir un modelo de
sociedad civil y de gobierno en donde los derechos fundamentales, la legalidad,
la pluralidad, la tolerancia política,
el gusto por el debate y el consenso, la capacidad para discutir con el enemigo
y no considerarlo enemigo sino adversario, sea lo que tenga vigencia. Es algo
más que Bussi por desgracia, porque hay que preguntarse qué hay en cada uno de
nosotros que permitió que, en un considerable período de nuestro pasado, se
hayan hecho esos recorridos poco deseables. Pero en ese sentido creo que algo
ha empezado a cambiar, Bussi no se murió celebrado, se murió condenado. Incluso
creo que con el trabajo de los juicios y castigos a todos los crímenes que se
han cometido y por la experiencia misma, nos hemos empezado a reconciliar con
la idea de que no se puede abandonar por que sí un modelo de gobierno que,
aunque es completamente insatisfactorio en muchos planos, considera sin embargo que cada individuo es
un sujeto de derechos y que además tiene la obligación de trabajar por la
construcción de una sociedad mejor. A todo esto no lo produce la democracia de
la nada: o lo producimos nosotros o no lo produce nadie.
En un libro de historia de Floria y García Belsunce
hay una frase que me quedó grabada: “La ignorancia del pasado conduce a la
inocencia ante el presente”. ¿Cómo piensa usted esta frase?
Si la historia es algo, o se
afirma con una cierta pretensión en las disciplinas del saber, es porque
privilegia una perspectiva en la comprensión de la realidad social. Y la
perspectiva que privilegia es la de examinarla a través de la forma en que ha
llegado a ser lo que nosotros vivimos, es decir, a través del pasado. Porque el
presente es fugaz, viene de lo que fue e inmediatamente deja de ser hacia lo
que vamos. Y para entender el presente, una buena forma, y no la única, es
estudiarlo en sus raíces, en su evolución, en sus antecedentes. Estudiarlo en
lo que ocurrió para llegar a lo que está ocurriendo hoy.
Hay un gesto en Historia de la
destrucción de una provincia que me parece muy interesante, llamativo y
valorable: la última sección del libro se llama “El descenso a la barbarie” y
usted termina el libro con una frase de José Chebaia que fue secuestrado el
primer día del golpe. Chebaia dice en abril de 1972: “Mediante el crimen no se
pueden alcanzar soluciones, pues si ello fuese admisible, costaría pensar que
nuestro descenso como pueblo ha llegado al nivel de la barbarie”. Me parece un
gesto muy rico y muy profundo que haya terminado ese libro con las palabras de
otro. Como una invitación a seguir conversando
La puse con deliberación.
Primero, para rendir homenaje a un actor, testigo y protagonista como fue
Chebaia, cuya figura, en el curso de mi investigación, me ayudó mucho a
entender qué es lo que pasaba. A lo largo de su tarea como dirigente gremial y
empresario de provincia, produjo mucha lectura de lo que estaba pasando en
Tucumán y en la Argentina. Además, porque las propias palabras de Chebaia sintetizan muy bien el drama, y más que
drama, la tragedia en la que estaba desembocando todo aquello, y que lo incluía a él. El descenso a la
barbarie se lo terminó llevando de un modo brutal: ¿cómo decirlo?, de un modo impune y
desaforado. Los militares fueron a su casa, y delante de su mujer y de sus
hijos, se lo llevaron y nunca más lo volvieron a ver. Y el vecindario, como ocurría en esos
operativos, sabía qué era lo que estaba ocurriendo. Cuando dijo aquella frase faltaban años aún para que encuentre el
fin en su trágica muerte: la dijo cuando
estaba presidiendo una asamblea de la Fet, en los tiempos de Onganía, e ingresaron
los policías federales arrojando gases lacrimógenos adentro del edificio para
desalojarlos, mientras sacaban a Chebaia
a los empujones y patadas. En la puerta de la Fet le dio un infarto, y tuvo que
ser internado.
El hecho de haber incluido esa frase ahí me parece
un gran gesto de esperanza y de confianza en que esa voz no pudo ser
silenciada. Como si pudiéramos seguir conversando con esas voces que según nos
dijeron ya no están más
Así es.