lunes, 7 de mayo de 2012

La escritura como un ejercicio de la sospecha
Por Gabriel Bellomo. Escritor

En uno de los capítulos de El Proceso, el protagonista de la novela, Josef K. atraviesa la plaza de la catedral y entra en la catedral vacía. Vacía a excepción de quien resulta ser un sacerdote a los pies del púlpito. La catedral a oscuras, el púlpito demasiado pequeño, una lámpara encima, y el sacerdote, como si se preparara para dar un sermón cuando no hay allí otra persona más que Josef K. Él es toda la congregación de fieles. 

En fin, no vamos a detenernos en pormenores de la novela pero sí, por un instante, en algunos pasajes de este capítulo: digamos que no es Josef K. el que buscaba el abrigo de la catedral y que el sacerdote, quien además es capellán de la prisión, lo estaba esperando. Prueba de ello es que, al verlo, baja del púlpito y se dispone a responder todas las preguntas del atribulado Josef K., del sospechoso que en un sentido (y esto también lo sabe el capellán) se sabe condenado. Conversan. Los argumentos son, por supuesto, kafkianos. 

Tras una larga disquisición de Josef K., el sacerdote lo interrumpe para hablarle de la Escritura, con mayúscula. Cabría preguntarse si se trata de la escritura sagrada, de la escritura de la sentencia que le espera a Josef K. al final del laberíntico proceso, o de la escritura del propio relato. También si es el protagonista de la novela o el propio autor quien plantea este interrogante. Pero lo cierto es que aparece la palabra Escritura y si retrocedemos un par de páginas, en otra línea del mismo capítulo, aparece la palabra sospecha. Conocemos el curso fatal de El Proceso. 

Como sea, entre el capellán y Josef K. hay preguntas y respuestas, filosóficas, metafísicas, reconvenciones que parodian el juicio que es la trama del relato. Pero de pronto Josef K. le dirige al capellán una invectiva bajo la apariencia de una duda: “¿Pero entonces, todos los hombres, por el solo hecho de ser hombres, somos culpables?” Y el capellán responde con una voz que truena en la catedral vacía: “Así hablan los culpables”. 

Culpa y sospecha 
Acaso no haya sido el personaje Josef K. sino el propio Kafka quien examinó de este modo al capellán. Por qué no pensar que el escrupuloso autor de El Proceso tenía en mente una pregunta que cifraba la obra y su propio destino como escritor, una interpelación que no se atrevió a escribir, una suerte de ruego: “¿Pero entonces —pudo haber dicho Josef K. en nombre de Kafka—, todos los escritores, por el solo hecho de serlo, somos sospechosos?”

La sospecha (sospecha de manifestación, de trascendencia) precede y determina a la escritura. Algo debía ser escrito y ha sido escrito, y entre el instante previo y el siguiente, desde el principio al fin de esa puesta en escena, se advierte la teatralidad y la incertidumbre de un decurso que, en un sentido, semeja al sacramento religioso. La ritualidad de la escritura nos remite al miedo o a la exaltación que la provoca, a lo inexplicable que en nosotros mismos nos mueve hacia ella, como si fuéramos hacia el centro de un secreto que acaso pueda revelarse, aunque el resultado termine siendo poco más que un vestigio o un rastro de lo imaginado. El teatro griego materializó este asunto: la voz enunciando la escritura a través de la máscara, el rostro verdadero ocultándose y el otro, también verdadero, que se revela de modo tal que la persona y el personaje terminan siendo indistinguibles. Una puesta en tres actos durante los cuales —como dijera siglos más tarde William Blake— alguien simuló ser otro y alguien simuló creerlo. Se suspendió así la incredulidad, el efecto dramático que reclama todo texto literario. El recelo del escritor y el del lector, desplazados en el tiempo, pero aún así simultáneos, completan una misma y única experiencia. Sin poder decírselo, ambos, lector y escritor, sospechan de ese pasaje de la realidad a la ficción, de esa incerteza que se cierne sobre un mundo y otro. 

Historiales 
Por lo mismo, Cortázar argumenta a través de Víctor Hugo, quien enuncia el principio físico que explica el punto vélico de un navío, esa coordenada donde convergen las fuerzas de todo el velamen desplegado, y lo traslada luego a su experiencia de escritura, a la buena educación recíproca entre él y el texto y a cómo logra vencer la estructura de apariencias para provocar la ruptura de un presunto orden; ruptura que le permite trasponer el pasaje hacia la ficción. Más tarde, otro escritor, el irlandés John McGahern, sostuvo que la imaginación exige que la vida sea relatada de manera oblicua, que la ficción tiene, entre muchas otras, la obligación de ser siempre creíble, y que la vida no está sujeta a esa limitación: buena parte de lo que sucede es creíble sólo porque sucede.

La escritura, el lenguaje, el sistema de símbolos a través de los cuales construimos nuestro mundo, un mundo de pura representación, atraviesa realidad y ficción en una deriva inquieta entre el presente y el pasado. Dicen que escribimos con la memoria corta, que la memoria corta (lo dice Gilles Deleuze) es rizoma, una intrincada urdimbre de raicillas subterráneas que se expande, se interrumpe y reaparece en lugares distantes para volver a ramificarse, un proceso natural que tal vez nos permita entender cómo con la memoria de esta mañana —y esto le sucede a todo escritor, tarde o temprano— se escriba sobre experiencias de infancia, o sobre aquello que esas experiencias nos deparan. 

Walter Benjamin lo enuncia admirablemente: “La primera experiencia que un niño tiene del mundo no es que los adultos son más fuertes, sino su incapacidad para hacer magia”. Conjeturo que los pactos de lectura destinados a perdurar se celebran en la infancia. Y que es en la infancia cuando se instala la sospecha de que la escritura es una llave que abre las celdas de una caja china, y quizá hasta se intuya tan tempranamente que la doble muesca de esa llave son la palabra y la memoria.  

La escritura es alegoría
Leemos ciertos prólogos de Borges y detectamos una especie de anhelo que no trascenderá de esa inscripción inicial, el pudor enunciando fugazmente la breve justificación. En el libro que dedica a Evaristo Carriego, evoca la casa de su infancia, una verja de lanzas, un jardín, el tranquilo barrio de Palermo y dice, más o menos con estas palabras: “…recuerdo cómo fue, o cómo hubiera sido hermoso que fuera…”, y esa revelación nacida de un recuerdo difuminado, además, por la ceguera, signa otras revelaciones. 

Leemos en la inscripción a Los conjurados “…¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!” y en El Hacedor de 1960, vemos a Borges entrando en la Biblioteca Nacional de la calle México, atravesando el hall de ese viejo edificio, y entregándole un ejemplar de su libro a Leopoldo Lugones. Escribe Borges: “…mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo), pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”. En la realidad no pudo suceder, ya que Lugones se suicidó en el 38.

Otro suicida ejemplar, Cesare Pavese, para quien la escritura significó vacilación y sufrimiento, escribe en uno de sus ensayos: “sospecho ante la palabra que, al mismo tiempo, es nuestra única realidad”. Pavese, amante no correspondido de una actriz norteamericana de reparto y de toda la literatura norteamericana de entreguerras, hubiera acordado con el poeta alcohólico y medio ciego, Robert Creeley. Creeley, quien junto a Olson y otros formó parte del grupo poético de Black Mountain, cita en su autobiografía una frase de su amigo Robert Duncan: “Contar la verdad en la forma en que las palabras mienten”. Las palabras mienten, y la verdad miente. La realidad suele parecernos poco real. 

Volviendo a Robert Creeley, dicen que no aceptaba que se hablara de ficción. La literatura era para él poesía o prosa, pero nunca ficción. Dicen que decía: “O tenemos un mundo o no tenemos ninguno”. 

Vivir en un mundo, tener un mundo. La vida que vivimos, la vida que escribimos. Y en esa duplicidad, la sombra espectral de la sospecha. Quizá de eso se trate.   
 
Exposición con que Gabriel Bellomo participó de la mesa panel que llevó el nombre de esta nota, el 29 de abril de 2012.
Foto: Máximo Mena

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