La escritura como un ejercicio de la sospecha Por Gabriel Bellomo. Escritor
En uno de los capítulos de El Proceso, el protagonista de la
novela, Josef K. atraviesa la plaza de la catedral y entra en la
catedral vacía. Vacía a excepción de quien resulta ser un sacerdote a
los pies del púlpito. La catedral a oscuras, el púlpito demasiado
pequeño, una lámpara encima, y el sacerdote, como si se preparara para
dar un sermón cuando no hay allí otra persona más que Josef K. Él es
toda la congregación de fieles.
En fin, no vamos a detenernos en pormenores de la novela pero sí,
por un instante, en algunos pasajes de este capítulo: digamos que no es
Josef K. el que buscaba el abrigo de la catedral y que el sacerdote,
quien además es capellán de la prisión, lo estaba esperando. Prueba de
ello es que, al verlo, baja del púlpito y se dispone a responder todas
las preguntas del atribulado Josef K., del sospechoso que en un sentido
(y esto también lo sabe el capellán) se sabe condenado. Conversan. Los
argumentos son, por supuesto, kafkianos.
Tras una larga disquisición de Josef K., el sacerdote lo interrumpe
para hablarle de la Escritura, con mayúscula. Cabría preguntarse si se
trata de la escritura sagrada, de la escritura de la sentencia que le
espera a Josef K. al final del laberíntico proceso, o de la escritura
del propio relato. También si es el protagonista de la novela o el
propio autor quien plantea este interrogante. Pero lo cierto es que
aparece la palabra Escritura y si retrocedemos un par de páginas, en
otra línea del mismo capítulo, aparece la palabra sospecha. Conocemos el
curso fatal de El Proceso.
Como sea, entre el capellán y Josef K. hay preguntas y respuestas,
filosóficas, metafísicas, reconvenciones que parodian el juicio que es
la trama del relato. Pero de pronto Josef K. le dirige al capellán una
invectiva bajo la apariencia de una duda: “¿Pero entonces, todos los
hombres, por el solo hecho de ser hombres, somos culpables?” Y el
capellán responde con una voz que truena en la catedral vacía: “Así
hablan los culpables”.
Culpa y sospecha
Acaso no haya sido el personaje Josef K. sino el propio Kafka quien
examinó de este modo al capellán. Por qué no pensar que el escrupuloso
autor de El Proceso tenía en mente una pregunta que cifraba la obra y su
propio destino como escritor, una interpelación que no se atrevió a
escribir, una suerte de ruego: “¿Pero entonces —pudo haber dicho Josef
K. en nombre de Kafka—, todos los escritores, por el solo hecho de
serlo, somos sospechosos?”
La sospecha (sospecha de manifestación, de trascendencia) precede y
determina a la escritura. Algo debía ser escrito y ha sido escrito, y
entre el instante previo y el siguiente, desde el principio al fin de
esa puesta en escena, se advierte la teatralidad y la incertidumbre de
un decurso que, en un sentido, semeja al sacramento religioso. La
ritualidad de la escritura nos remite al miedo o a la exaltación que la
provoca, a lo inexplicable que en nosotros mismos nos mueve hacia ella,
como si fuéramos hacia el centro de un secreto que acaso pueda
revelarse, aunque el resultado termine siendo poco más que un vestigio o
un rastro de lo imaginado. El teatro griego materializó este asunto: la
voz enunciando la escritura a través de la máscara, el rostro verdadero
ocultándose y el otro, también verdadero, que se revela de modo tal que
la persona y el personaje terminan siendo indistinguibles. Una puesta
en tres actos durante los cuales —como dijera siglos más tarde William
Blake— alguien simuló ser otro y alguien simuló creerlo. Se suspendió
así la incredulidad, el efecto dramático que reclama todo texto
literario. El recelo del escritor y el del lector, desplazados en el
tiempo, pero aún así simultáneos, completan una misma y única
experiencia. Sin poder decírselo, ambos, lector y escritor, sospechan de
ese pasaje de la realidad a la ficción, de esa incerteza que se cierne
sobre un mundo y otro.
Historiales
Por lo mismo, Cortázar argumenta a través de Víctor Hugo, quien
enuncia el principio físico que explica el punto vélico de un navío, esa
coordenada donde convergen las fuerzas de todo el velamen desplegado, y
lo traslada luego a su experiencia de escritura, a la buena educación
recíproca entre él y el texto y a cómo logra vencer la estructura de
apariencias para provocar la ruptura de un presunto orden; ruptura que
le permite trasponer el pasaje hacia la ficción. Más tarde, otro
escritor, el irlandés John McGahern, sostuvo que la imaginación exige
que la vida sea relatada de manera oblicua, que la ficción tiene, entre
muchas otras, la obligación de ser siempre creíble, y que la vida no
está sujeta a esa limitación: buena parte de lo que sucede es creíble
sólo porque sucede.
La escritura, el lenguaje, el sistema de símbolos a través de los
cuales construimos nuestro mundo, un mundo de pura representación,
atraviesa realidad y ficción en una deriva inquieta entre el presente y
el pasado. Dicen que escribimos con la memoria corta, que la memoria
corta (lo dice Gilles Deleuze) es rizoma, una intrincada urdimbre de
raicillas subterráneas que se expande, se interrumpe y reaparece en
lugares distantes para volver a ramificarse, un proceso natural que tal
vez nos permita entender cómo con la memoria de esta mañana —y esto le
sucede a todo escritor, tarde o temprano— se escriba sobre experiencias
de infancia, o sobre aquello que esas experiencias nos deparan.
Walter Benjamin lo enuncia admirablemente: “La primera experiencia
que un niño tiene del mundo no es que los adultos son más fuertes, sino
su incapacidad para hacer magia”. Conjeturo que los pactos de lectura
destinados a perdurar se celebran en la infancia. Y que es en la
infancia cuando se instala la sospecha de que la escritura es una llave
que abre las celdas de una caja china, y quizá hasta se intuya tan
tempranamente que la doble muesca de esa llave son la palabra y la
memoria.
La escritura es alegoría
Leemos ciertos prólogos de Borges y detectamos una especie de
anhelo que no trascenderá de esa inscripción inicial, el pudor
enunciando fugazmente la breve justificación. En el libro que dedica a
Evaristo Carriego, evoca la casa de su infancia, una verja de lanzas, un
jardín, el tranquilo barrio de Palermo y dice, más o menos con estas
palabras: “…recuerdo cómo fue, o cómo hubiera sido hermoso que fuera…”, y
esa revelación nacida de un recuerdo difuminado, además, por la
ceguera, signa otras revelaciones.
Leemos en la inscripción a Los conjurados “…¡Qué misterio es una
dedicatoria, una entrega de símbolos!” y en El Hacedor de 1960, vemos a
Borges entrando en la Biblioteca Nacional de la calle México,
atravesando el hall de ese viejo edificio, y entregándole un ejemplar de
su libro a Leopoldo Lugones. Escribe Borges: “…mi vanidad y mi
nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo), pero
mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la
cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo
afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”. En
la realidad no pudo suceder, ya que Lugones se suicidó en el 38.
Otro suicida ejemplar, Cesare Pavese, para quien la escritura
significó vacilación y sufrimiento, escribe en uno de sus ensayos:
“sospecho ante la palabra que, al mismo tiempo, es nuestra única
realidad”. Pavese, amante no correspondido de una actriz norteamericana
de reparto y de toda la literatura norteamericana de entreguerras,
hubiera acordado con el poeta alcohólico y medio ciego, Robert Creeley.
Creeley, quien junto a Olson y otros formó parte del grupo poético de
Black Mountain, cita en su autobiografía una frase de su amigo Robert
Duncan: “Contar la verdad en la forma en que las palabras mienten”. Las
palabras mienten, y la verdad miente. La realidad suele parecernos poco
real.
Volviendo a Robert Creeley, dicen que no aceptaba que se hablara de
ficción. La literatura era para él poesía o prosa, pero nunca ficción.
Dicen que decía: “O tenemos un mundo o no tenemos ninguno”.
Vivir en un mundo, tener un mundo. La vida que vivimos, la vida que
escribimos. Y en esa duplicidad, la sombra espectral de la sospecha.
Quizá de eso se trate.
Exposición con que Gabriel Bellomo participó de la mesa panel que llevó el nombre de esta nota, el 29 de abril de 2012.
Foto: Máximo Mena
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